Cuando yo eran una niña una de las cosas que me hacia más ilusión era que me regalaran un “globo de gas”. Mis padres lo sabían y lo utilizaban como recompensa por algo que hubiera hecho excepcionalmente bien.

Cuando llegaba una de esas ocasiones en las que me había hecho merecedora de mi premio, me lo ataban a la muñeca para que no lo perdiera. Paseaba con mi globo sintiéndome la niña con más suerte del mundo y enseñaba con orgullo mi trofeo.

Con el tiempo, los globos dejaron de tener sentido (aunque me siguen encantando), pero siempre quedó el reconocimiento por las cosas bien hechas. Un reconocimiento real, me devuelve a la misma sensación que tenía cuando de pequeña me había merecido un globo.

Por alguna razón con la edad nos volvemos más parcos con los reconocimientos. Parece que nos diera vergüenza decirle a alguien que ha hecho algo bien o que reconocemos su grandeza, su generosidad, su valor…

Sin embargo, hay pocas cosas que nos emocionan más que recibir un reconocimiento cuando sentimos que es real. Nos hace darnos cuenta de que nuestro comportamiento no ha pasado desapercibido, que alguien se ha dado cuenta y ha tenido una repercusión.

Un reconocimiento real nos hace sentirnos orgullosos, nos da confianza y nos eleva la autoestima además de que nos predispondrá a repetir ese comportamiento que nos ha hecho sentirnos momentáneamente importantes.

Reparte reconocimientos como si repartieras globos a los niños. No escatimes ninguno. Repártelos a manos llenas. Pondrás sonrisas en las caras de los que los reciben y confianza en su corazón.